Ciudad no se la tengo

La vía Las Palmas, el recorrido que lleno de fallas geológicas, derrumbes y volquetas, sigue siendo la importante conexión entre Medellín y el Oriente Antioqueño. Allí el negocio de los miradores funciona para quienes tienen carro y cualquier otro pensaría que para los amantes de la vista de la ciudad. Un singular muñeco con un telescopio lo anuncia; debajo de él, casas para perros. Primer mirador: bienvenidos. El estado del lugar evidencia lo ocurrido la noche anterior, fría y solitaria como esa misma mañana. Son pocas las bancas que hay en el espacio, pero la mayoría tienen algún residuo encima. Lo poco verde es intervenido por las basuras. El mirador ofrece antes que una vista, mazorcas. Los residuos evidencian una noche clara y el mirador bajo la luz del día no es sino el basurero de quienes olvidaron parte de su fiesta. Una caja de Ron Medellín Añejo con un plato y restos de mazorca, pequeñas gotas de agua causadas por la lluvia y el rocío de la mañana se posan como lo más parecido a la materialización de una jaqueca. Las colillas de cigarrillo se adueñan de los muros, pisos y alcantarillas y al lado, en el mismo muro, un empaque vacío “3x1 sabor a whisky y cola”. Las canecas de basura están a reventar de platos de icopor y vasos de plástico en su mayoría, porque el puesto de las botellas de ron, vodka, cerveza, jugos y gaseosas es en el suelo. El pasto, verde con manchitas blancas de papel, se prolonga hasta llegar a un bosque con árboles altos, su fin no se sabe porque la vista llega hasta ahí, hasta las ramas y los tallos. En el lugar está la mujer de bronce desnuda, con una paloma en la mano y la cabeza agachada con el pelo en la cara; no quiere mirar, se niega a la realidad y prefiere parecer darle vuelo al animal que tiene en su poder. Dos baños portátiles, de esos azules de plástico, la custodian, uno abierto y el otro cerrado. “Antes de usar accione varias veces la palanca”, haciendo caso omiso a la advertencia un montón de pedazos de comida se apropian del lavamanos, aliándose de manera estratégica con el olor a orín para desencadenar una terrible combinación que termina en una arcada. Es desagradable. El baño es el ejemplar de la rumba. La iluminación de un día próximamente soleado, es el único factor que lo limpia. Además huele mal. Dos hombres con gafas oscuras y ropa deportiva hacen una pequeña parada para tomar un poco de Gatorade; quieren descansar un rato, pero el montón de fósiles de comida, licor y cigarrillos no se lo permiten. Respiran del aire puro que circula por allí y siguen su camino hasta pasar por el lado de la caseta de paredes grises y ventanas de celosías donde se encuentra el vigilante jugando de manera placentera con su celular. Su labor no demanda de mucha atención y mucho menos esfuerzo, al menos no a esas horas de la mañana, porque después, en las horas de la tarde, el sitio se llena: “La gente viene a tomarse los chorritos y a comprar chocolate”, dice graciosamente el hombre con pantalón azul y camisa gris con un letrero amarillo en su pecho: “Herrera”, Fabio para quienes lo conocen. Mientras el jefe de seguridad del lugar cuenta su rutina, 5 días trabajando de día, 5 días trabajando de noche y 5 de descanso, un hombre de color oscuro cruza de manera peligrosa la vía con unas piezas de madera bastante grandes y pesadas. El hombre es el ayudante de Jhon Jaime Restrepo dueño de la única carpa que está abierta a esa hora, con las arepas de mote, choclo y maíz acompañando en la vitrina a los chorizos y mazorcas. Lleva un delantal blanco que deja al descubierto la camisa verde y naranjada que trae puesta debajo “asados y asados” en la mitad del pecho. La gorra es del mismo color y tiene la misma frase impresa; un blue jean y unos tenis completan su atuendo que se aprecia de manera detallada mientras el hombre, monosilábico, hace referencia a lo duro del negocio, las largas jornadas de domingo a domingo de 12 pm a 2 am y de lo complicado que es cargar con los materiales de trabajo en el trasporte, sobre todo con la carpa que mide aproximadamente 2 metros de largo. Sin embargo, todo tiene sentido los sábados, el día de más venta en el cual Jhon Jaime “gana bastante platica”. Las mejores fotos que un niño podría tomar serían las de lo que encuentra. ¿El mirador se hace mirador sólo cuando oscurece? Ya se acerca el medio día y tal como explicó Fabio Herrera el sitio empieza a tener mayor movimiento. Dos carros, uno gris y el otro rojo, se estacionan. Una familia, numerosa desciende; la abuela sugiere sacar el fiambre, unos sanduchitos, pero la hija se niega pues no hay “fresco” para pasar. Todos los integrantes de la familia están bastante deportivos, sudadera, tenis, camiseta, gorras y los más vanidosos, gafas. El hijo mayor, de unos 13 años, camina hasta el final del lugar, justo al frente del bosque, con su padre y su hermanita pequeña. Lleva una cámara fotográfica en la mano para tener el registro de la salida de ese día; pide el favor a su padre que le tome la foto. Después de mirar el paisaje un rato, vuelven al carro y se van. Otros más van llegando, en moto, taxi, carro o bicicleta. Algunos, como una pareja de enamorados, se quedan más tiempo mientras conversan, descansan del ruido de la ciudad y patean y quitan el montón de basura para poder encontrar un sitio donde sentarse. El mirador de Las Palmas es parada obligada para aquellos que los fines de semana van a dar la famosa “Vuelta a Oriente”. El lugar quedará así hasta el día siguiente que llegue el muchacho de Recuperar, que ese día tuvo descanso, a retirar la huella de los rumberos incansable de Medellín que prolongan sus parrandas hasta las 6 y 7 de la mañana. Dejo las colillas de cigarrillos, el licor testigo de las noches de fiesta de quiénes no encontraron dónde rematar o menores que nunca consiguieron cédula; los residuos de estómagos mal tratados, las caras resignadas de quiénes trabajan por allí, la estatua con ganas de estar en otro mirador y el sol ya calentando. El mirador debería ser un lugar para olvidarse de todo, pero las fallas geológicas, derrumbes y volquetas saludan y se despiden de quien transite por allí. Habrá que buscar otra vista citadina de día, porque al parecer esos antojos sólo pueden ocurrir después de las diez de la noche. Llego a mi casa a arreglar la cocina, limpiar los pisos y sacar las bolsas de basura, el mirador es un paradero, debería ser uno de buses, no hay vista a la ciudad a pesar de que tenga la prepotencia de llamarse mirador. No es para mirar al frente y encontrarse con la urbe donde se vive, es para mirar abajo, y en el piso hallar un lugar, si puede, quiere y debe, dónde sentarse. Dos hombres con gafas oscuras y ropa deportiva hacen una pequeña parada para tomar un poco de Gatorade; quieren descansar un rato, pero el montón de fósiles de comida, licor y cigarrillos no se lo permiten. Respiran del aire puro que circula por allí y siguen su camino hasta pasar por el lado de la caseta de paredes grises y ventanas de celosías donde se encuentra el vigilante jugando de manera placentera con su celular. Su labor no demanda de mucha atención y mucho menos esfuerzo, al menos no a esas horas de la mañana, porque después, en las horas de la tarde, el sitio se llena: “La gente viene a tomarse los chorritos y a comprar chocolate”, dice graciosamente el hombre con pantalón azul y camisa gris con un letrero amarillo en su pecho: “Herrera”, Fabio para quienes lo conocen. Mientras el jefe de seguridad del lugar cuenta su rutina, 5 días trabajando de día, 5 días trabajando de noche y 5 de descanso, un hombre de color oscuro cruza de manera peligrosa la vía con unas piezas de madera bastante grandes y pesadas. El hombre es el ayudante de Jhon Jaime Restrepo dueño de la única carpa que está abierta a esa hora, con las arepas de mote, choclo y maíz acompañando en la vitrina a los chorizos y mazorcas. Lleva un delantal blanco que deja al descubierto la camisa verde y naranjada que trae puesta debajo “asados y asados” en la mitad del pecho. La gorra es del mismo color y tiene la misma frase impresa; un blue jean y unos tenis completan su atuendo que se aprecia de manera detallada mientras el hombre, monosilábico, hace referencia a lo duro del negocio, las largas jornadas de domingo a domingo de 12 p.m a 2 a.m y de lo complicado que es cargar con los materiales de trabajo en el trasporte, sobre todo con la carpa que mide aproximadamente 2 metros de largo. Sin embargo, todo tiene sentido los sábados, el día de más venta en el cual Jhon Jaime “gana bastante platica”. Ya se acerca el medio día y tal como explicó Fabio Herrera el sitio empieza a tener mayor movimiento. Dos carros, uno gris y el otro rojo, se estacionan. Una familia, numerosa desciende; la abuela sugiere sacar el fiambre, unos sanduchitos, pero la hija se niega pues no hay “fresco” para pasar. Todos los integrantes de la familia están bastante deportivos, sudadera, tenis, camiseta, gorras y los más vanidosos, gafas. El hijo mayor, de unos 13 años, camina hasta el final del lugar, justo al frente del bosque, con su padre y su hermanita pequeña. Lleva una cámara fotográfica en la mano para tener el registro de la salida de ese día; pide el favor a su padre que le tome la foto. Después de mirar el paisaje un rato, vuelven al carro y se van. El mirador es un sitio solitario de día, la noche es el propósito de este lugar, sólo cuando calienta la tarde se ve gente. A plena luz, se evidencia el guayabo y la tortícolis. Otros más van llegando, en moto, taxi, carro o bicicleta. Algunos, como una pareja de enamorados, se quedan más tiempo mientras conversan, descansan del ruido de la ciudad y patean y quitan el montón de basura para poder encontrar un sitio donde sentarse. El mirador de Las Palmas es parada obligada para aquellos que los fines de semana van a dar la famosa “Vuelta a Oriente”. El lugar quedará así hasta el día siguiente que llegue el muchacho de Recuperar, que ese día tuvo descanso, a retirar la huella de los rumberos incansable de Medellín que prolongan sus parrandas hasta las 6 y 7 de la mañana. Dejo las colillas de cigarrillos enterradas en el verde que se esfuma poco a poco en esta ciudad, el licor testigo de las noches de fiesta de quiénes no encontraron dónde rematar o menores que nunca consiguieron cédula, los residuos de estómagos mal tratados, las caras resignadas de quiénes trabajan por allí, la estatua con ganas de estar en otro mirador y el sol ya calentando. El mirador, elitista de quiénes no tienen carro, ésta vez no trajo las filosofías de una ciudad colapsada ni el diálogo que genera ver la vista en las alturas del Medellín. Se aprovecha de la noche para ser más amable, ocultar algunas colillas y recibir la rumba. De día es un pequeño y triste basurero. El camino suicida entiende las ganas de bajar. El mirador debería ser un lugar para olvidarse de todo, pero las fallas geológicas, derrumbes y volquetas saludan y se despiden de quien transite por allí. Habrá que buscar otra vista citadina de día, porque al parecer esos antojos sólo pueden ocurrir después de las diez de la noche. El camino no deja de ser una cuenca peligrosa. Incluso las señalizaciones hay que analizarlas, pues el sitio se parece más a una parada de buses que a un mirador. Llego a mi casa a arreglar la cocina, limpiar los pisos y sacar las bolsas de basura, mientras intermitentemente me caen a la cabeza supuestas imágenes que tenía que obtener del propósito del mirador, esa altura perfecta que me haría sentir la autoridad de Medellín sin ser alcohólico y las montañas pobladas de casitas en las que podrían habitar muchos de mis amigos. No obtengo ninguna imagen, el mirador es un paradero, debería ser uno de buses, no hay vista a la ciudad a pesar de que tenga la prepotencia de llamarse mirador. Ahora entiendo, no es para mirar al frente y encontrarse con la urbe donde se vive, es para mirar abajo, y en el piso hallar un lugar, si puede, quiere y debe, dónde sentarse.

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