El reportaje



5:35 pm domingo. 

Perdí la apuesta conmigo misma; no llegó por la izquierda. 
Nos saludamos. Disimulamos que éramos desconocidos y que estábamos incómodos e intentamos hablar de cualquier cosa, suponiendo que cualquier cosa era más conveniente que el silencio. Era un día sin día, sin nombre, un domingo no domingo. Tampoco medía 1,67. Tampoco parecía de 33. Tampoco se me hacía tan extraño. Esa sensación de familiaridad que nunca se equivoca interfería en las preguntas, que rebotaban sin darse cuenta entre boca y boca, perdían objetividad de pronto, me emocionaban un poco de más. Confíe para retar al universo de que estaba lista para una aventura, que terminara en este reportaje, en un amigo no virtual sino real o en ese tipo de personas que terminan llegando a tu vida solo para conectarte con alguien más. Subestimé la palabra "aventura". 

Nos fuimos. Buscando la inocencia que se esconde detrás de un chocolate. La sabiduría de como ocurren las cosas intentó decírmelo 3 veces: con el ilógico trancón de un domingo, con el carro sin querer andar, con la surreal carta del restaurante donde nos sentamos. Pero no escuché. 
Jugamos con las palabras, el único juego que realmente debieron haber prohibido. El pronóstico del clima debió haberlo predicho, si era como una tormenta. Hoy puedo decir que casi no recuerdo lo que dijimos. Tal vez "Loquedijimos" ni siquiera alcanzó a llegar a la mente cuando ya lo habíamos puesto sobre la mesa. Sentía la alegría de un buen reencuentro. Pero era el primero, por supuesto. Se acercó a mi como si fuera cada vez menos foránea, se inventó un juego infalible y tocó mi boca con su boca, sin ningún tipo de cuidado. Sentí que llegaba a los límites del mundo pero tampoco abandonaba el centro. Jugamos más, como si fuera la única arma que se nos había dado, y nos permitimos inventar la nueva moral que nunca teorizamos suficiente pero practicamos de más. 

Nos fuimos. De nuevo. Como nómadas, con afán de cambiar lo seguro por lo incierto, de replantear las preguntas de siempre para conocer nuevas respuestas. Queriendo ser invisibles, sin dios, sin ley, sin juicios, para llegar al centro del ser, donde la verdad vence a la voluntad, donde "lo quise hacer" rompe al "deber ser", donde la cordura es un siamés con la locura. Porque es de esos pocos hombres que no se oculta tras su cara, así la invada la barba. Con la mente llena de tanto que se puede sentir que abarca, que se traga todo, como si al saber de todas las cosas estuviera obligándome a pertenecerle. 

Llegamos a casa. Los vecinos, siempre ingenuos y curiosos, porque pareciera ser su condición, preguntaron si éramos, hace cuánto éramos, si éramos felices con lo que éramos y otras tantas maromas más. Les dije que éramos. Y se fueron tranquilos con esa verdad. Y como si realmente fuéramos nos metimos a casa, servimos un vino como por cliché y nos bebimos lentamente la mentira de nosotros. Nos apretamos, nos encontramos, nos desencontramos, nos desesperamos con ganas de deshabitarnos, nos miramos como si no entendiéramos, como si hubiéramos desobedecido a los astros, como si nos escondiéramos de la ley universal, pero al mismo tiempo estuviéramos creando una nueva ley, en donde no nos detenemos, en donde la humanidad no tiene limites, en donde todo lo destruimos y todo lo reinventamos. 

Hubiese querido que fuera una aventura, que terminara en este reportaje, en un amigo virtual y no real o en ese tipo de personas que llegan a tu vida por las esquinas, sin protagonismo. Se apartaba porque sabia que ninguna sociedad quiere que seas sabio, aún así lo mediocre le molestaba. Se mezclaba de más, como si ya hubiera sucedido antes, como si me hubiese soñado algún día, como si estuviera repitiendo un camino que ya conoce. Me miraba, me invitaba a la creatividad femenina, que en lugar de fertilizar recrea, multiplica, reparte, rinde, se expande. En una cama donde no existe el cansancio, entraba y salía como un alguien no cualquiera. Y para terminar nos abrazábamos, como si nos hubiéramos encontrado de nuevo, como si algo dentro de nosotros  estuviera esperándonos, como si amaramos sin estar seguros, como si supiéramos que de eso se tratara, como si se anulara el pasado y el futuro y no quedara mas que eso. 

La sensación de una soledad acompañada. La certeza de no haber fallado a la intuición. La claridad de permitirnos como se permiten los atardeceres o todas las otras cosas de la naturaleza, justo de la manera en la que venimos, sin querer nada del otro sino que exista, sin esperar porque si se espera muere, regalándonos lo que nos hace imperfectos porque justo eso era lo que bastaba. Odio el reloj cuando amo que esté en cama. Odio el curso de las cosas cuando no quiero despegarme. Odio no poder explicar la impresionante conexión que sentían las almas, más que con un mareo absurdo que se argumenta con los excesos. 

Si el jengibre hubiera rendido, si la albahaca floreciera, si el desayuno no hubiera estado terrible, si no nos hubiera caído hielos en la piel, si el baño estuviera limpio, si no tuviera que ir al trabajo, si no tuviera una montaña de platos, si lo mínimo hubiera estado planeado, hubiera perdido magia. En la dosis perfecta que viene, con la mestría de traer historias de aprendizaje, con la serenidad de no tener nada y tener todo, con las ganas de repetir sin esperar nada, me expando. Y solo por el arte de volver a sentir como sienten los niños, como si entendiera la ley de armonía, de reciprocidad, puedo asegurar que no hay reportaje, no hay amigo y no hay poco. El logro de saber que puedo sentir con la seguridad de que es real, me recuerda que es lo que estaba buscando. 

9:00 am lunes
No era un sueño. 

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