A los hombres atletas

Te escribiré a ti, que te conozco desde mis quince años, que te he visto correr sin parar pero también sin ganar ninguna carrera importante. Te escribiré un texto incómodo para quitarte ese tonto recurso de utilizar el silencio a modo de estrategia para rehuir de tus conversaciones pendientes, te escribiré porque te has convertido en un estereotipo tan claro que despliegas manifestaciones físicas de conflictos psíquicos, como hablar demasiado o hacer sentir más que bien a la gente cuando al final no quieres que se queden. Apareces de repente para molestar en la vida de las seguras, con una asombrosa promesa que raya en lo milagroso, indagando sin escrúpulos en terrenos femeninos que habían regresado a la virginidad del alma y al asombro, a la capacidad de querer de nuevo, al abandono de la visión personal que se anticipa al caos de las relaciones, a la esperanza. Apareces interrumpiendo la armonización de un período de soledad después de otro tipo de tu especie, con esa brusca molestia que llega de afuera y que pareciera al fin hipnotizarnos, y caemos en la fascinación por tus formas, desplazando la mirada del plano real al mágico y logramos pensar en dos más pronto que tarde, entonces dejamos de estar en orden, empezamos a enfermar y comienza la batalla por recuperarnos. Pensamos que perseguir esa ilusión nos hace avanzar, como las demás ilusiones, pensamos que el juego no tiene trampas, y por eso seguimos jugando, pensamos que la realidad es eso que sucede entre la vigilia y el sueño y empezamos a distraernos de nuestra biografía personal. Y aunque no quiero culparte parecieras tener la culpa, tú y tus zapatos deportivos. Porque cuando todo pareciera estar en orden se manifiesta tu sombra: la irresponsabilidad de tus palabras y en la expectativa una vez más, en la promesa, en la esperanza se vuelve a encontrar la fuente de la desgracia. Esa sensación mayúscula entre angustia y repudio, esa fe interior que nos dice que solo podemos contactar con lo que estamos en resonancia, insistiendo que no podemos estar sintiendo solas, susurrándonos que todo pareció ser una simple proyección. Quisiera ser como los niños que solo con cerrar los ojos se sienten invisibles, así no tengo que reconocer que pasaste por aquí y que además, ya habías pasado en otra ocasión, con otra cara y con otro cuerpo. Me queda la seguridad de que como otras modas, regresas, a modo de engaño o espejismo, para recordarnos lo feliz que fuimos y yo para recordarte lo imposible que es que vuelva a ocurrir, solo porque me sacaste del pacifismo al militarismo, del amor propio a a la desconfianza, de la sensación de que es un buen mundo a la seguridad de que cada vez estamos peor. Pero no todo está mal. Después de que has corrido, cosas volvieron a suceder. Por ejemplo, me desperté para descubrir el espejismo: si los seres humanos entendiéramos la nobleza y la dignidad de la despedida veríamos el ridículo esfuerzo de combatirla con tantos sacrificios, empezaríamos a aprovechar esas visualizaciones instantáneas de toda la historia en un segundo, para darnos cuenta que menos consiste en la aprehensión que en el abandono y que el siguiente paso es asumir la razón de ser de todas las cosas. Y con esa verdad, abro los ojos, vuelvo a mi orden, parpadeo.

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