Santiago me dijo que sí.


Santiago de Chile tiene la sensación de mezclar Barcelona y Montevideo en otro lugar, pero sus rostros andinos en medio de una metrópolis que reconoce su historia, el otoño que viste su gama de grises de rojos, naranjas y algunos verdes, que traen como esperanza del futuro frío, un tenue y provisional sol, lo reconocen distinto. Un siglo XX oculto tras una modernidad desbordante, pero también opulento, contrastante, abrazado por montañas que se dejan ver detrás de la contaminación, lo convierten en una extrañeza. Capas de cerros lo visten y se desvanecen en color hasta sus nevados; al frente mío San Cristóbal y a pocos pasos una realidad latina innegable. La vida del centro es más rica y por lo tanto más barata. Y por alguna razón, que todavía desconozco, vívidamente patrimonial, traedora de imaginarios europeos que parecieran conservar el orden y multiplicar la homogeneidad vegetal. De vez en vez una textura, que trae en sus tejidos geométricos las historias indígenas inmortales, que cuentan en gorros, abrigos, lanas y minerales, la arriería, la tala, el revolver de la chicha, la cultura del pan y el arar la tierra. En las esquinas, como quien reconoce sin darse cuenta su pasado, la cerámica vigila la historia. La modernidad de las vasijas quisiera contener las plumas, piedras, huesos y maderas que se han muerto con la antigüedad, pero que por sí solas gritan que lo moderno es una ilusión que no puede negar su origen. Yo sí niego que sean helados, los chilenos, porque el vino tampoco lo es, más sí frescos como el pescado, aunque  veces rancios, desatendidos, despreocupados; también uniformados, simplones y todavía, cercanos.
No alcanzo a contar cuántos pescados trae su mar, ni cuantos tejidos su historia, ni cuántos tonos sus pieles, apenas me sorprenden algunas rarezas propias que al valorarlas también sorprenden a los lugareños de antaño que creen que lo valioso se ha perdido con las generaciones que ya no visitan lo autentico.
Centenas de mujeres solteras, solas, pero no entristecidas, caminan por sus calles, permeadas por otras músicas como el tango y el merengue, que sostienen una latinidad en medio de una realidad occidentalizada.
Los europeos siempre en manada, reconociendo que en estas junglas solo se sobrevive en grupo; los latinos desmbulantes, libres, sabiendo protegerse en estas tierras que al final se parecen a casa.
No llega la moda, la modernidad desbordante ni el asombro completo por lo nuevo, sino el clasicismo - no empolvado como el de Buenos Aires-, la extrema cordura y de vez en vez, la sonrisa suramericana que no puede desatender los colores que la habitan.
Un acento particular, una belleza todavía Inca, Azteca, Taína, Andina, tan propia como su orgullo, encerrado como el mío entre naturaleza, pero abierto a ese mundo que trae a la fuerza el inglés que pareciéramos además llevar los que por algún motivo no lucimos chilenos, sino argentinos, españoles o americanos -para ellos jamás colombianos- que no se reconocen por el vestuario, el acento, la altura del cuerpo, la actitud o las pieles, sino por algo que solo sabes cuando no eres extranjero.
Inevitable el vino en cada paso, las uvas no redondas sino alargadas, las frutas no muy despampanantes y esa sensación de mestizaje eterno que no se va, no abandona.
Si hay sol hay sonrisas, si se va, nadie te entiende, en eso consisten las estaciones, en tiempos secos y en lluvias, en caras amargas y en algunas ayudas espontáneas y amables del camino.
Una vez más se repite la historia, en otra metrópoli, con otras marcas, pero el mismo contenido. El vino me acienta en la cabeza y pierdo la noción de la escritura, como a quien se le desvanece la cordura, me rehuso a morir o a dormir, estoy en Santiago.

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