Observar


Observar, con ese silencio que va entendiendo sin juzgar, que va aclarando sus más hondas incertidumbres, que va diseñando las herramientas que algún día te permitirán despedirte con más ligereza, con la misma que no revisa a nadie ni nada, sino que sabe que todo muere algún día o todo se mata tarde o temprano. El deseo de que se rompa algo para volver de la fantasía a este momento, la sensación de que te tienen por sentado, el erotismo empaquetado en lo sexual, las filias destruidas por el individualismo vestido de identidad y sin un mínimo ágape que le antoje por ejemplo, cocinar cuando hay cansancio. Observar, distante cómo nos han enseñado los teatros, expertos en monólogos, en comunicar en una vía, en entonar guiones que están hechos para los aplausos, discursos públicos que solo quieren ser halagados pero que nunca saben admirar. Los teatros sin sus públicos serían como los amos sin sus exclavos, más depende el dominante del dominado para construir su identidad, que el súbdito de su amo para realizar sus quehaceres desinteresados. En su espacio generativo el dominado encuentra su dignidad en el trabajo y el dominante pierde su capacidad de creación porque ahora tiene quien se encargue. Observar, cómo lo hacen los que han perdido las emociones, desvinculados, desprendidos, apáticos. Sin si quiera ganas de correr pero con la intuición de que viene la avalancha, con la seguridad de que va a tragarte, de que no es pequeño el golpe y que la apuesta por la supervivencia ha terminado. Observar, para que los ojos vean lo que se ha maquillado y decidan por fin quitarse las gafas. 

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