Las pude matar, pero no quise.


Llevo 29 años de domesticación política en este cuerpo y tres en psicoanálisis. Apenas comprendo mi objeto de placer, apenas me acerco a mi subjetividad. Entiendo que las formas de vida que se me han impuesto han creado arquetipos lejanos a los que mi ser mutante pertenece. Pero el ejercicio de liberación supone quedarme en falta de algo, y por la falta se han justificado las más profundas discriminaciones. Me propongo aquí desarmar ese dispositivo social que me contiene, reconstruir lo que he denominado identidad y evidenciar lo violenta que he sido con mi propio pensamiento. Por eso propongo superar con ahínco esta etapa torpe de reflexión y a través de la identificación minuciosa del problema, trascender a la determinación. 

Me he creído la falsa emancipada femenina que abandona heroica después de la falla, convencida de haber elegido como misión ser la inmaculada moralista que motiva las más hipócritas representaciones sociales. Puedo ver sistemáticamente como una fila interminable de esta especie de humanoides perfeccionistas en virtud del deber ser y el señalamiento déspota, caminan sin reflexión alguna hacia el ostracismo, alardeando que excepto ellos han estado equivocados o en su defecto, disciplinando, adiestrando, domesticando y normalizando a cuanto desadaptado se le aparezca, con una honra que a pedacitos construye su altar de ego de porcelana. Esa, especialmente esa, que retoma la furia de las minorías y la viste de fantasías inequívocas, donde no cabe lo grotesco, lo despiadado y lo ambivalente, ha estado en mi genealogía por décadas. Esa dogmática, pedagoga, evangelizadora, apasionada feminista que todavía no ha visto que su libertad está en abandonar el sueño inicial: merecer. La que culpa por deporte, señala por mediocre, por no querer apropiarse de su propia falla, por no querer entender que quien carece es ella. Esa que no soporta otra forma de existir, sino es la conocida, verificada y validada socialmente. Esa que se ha dispuesto a etiquetar con lo correcto y lo incorrecto, cuanta acción se encuentre, con una dignidad desvergonzada e ignorante de la más honesta condición humana.   Esa, se trata de la más dócil.

Me he creído la segunda también, la he llamado accesorio, fundamentalmente medieval en su estructura, maquiavélicamente maquillada, buscando tener lo que se vio en Vogue en la última temporada, persuadida por la idea de ser una gran acompañante, económicamente rentable por toda la vanidad que consume, irreflexiva, esperanzada de un anillo, de una forma estable de vida, inmutable, plana, igualada a las demás que han logrado su misma sonrisa, envidiosa por profesión, sensual por condición. Esa que está convencida de que contrario al hombre, la mujer. Esa que rescata de lo construido socialmente como feminidad,  las peores infamias: la histeria, la necesidad de sentirse mirada constantemente, la búsqueda de deseo irracional, la objetivización del cuerpo, la coquetería como un deporte de caza. Esa, especialmente esa que a veces anhelo ser para quitarme la máquina que piensa, esa de la que me disfrazo fallidamente para engañar, la almidonada socialmente, que no interrumpe, que no se equivoca, que manipula sin ser vista, esa que envidio porque nunca seré, que todavía me seduce, que todavía se cree portadora de toda la palabra feminidad, esa a la que amenazo, que me recomienda mejor cuidado, que llama la atención delante de los caballeros, que se precia de ser la mejor amante. Esa, se me aparece al frente del espejo y me hace salir de la casa, sin carácter.

(Por terminar). 

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