Qué te crees.





En esos tiempos, al tratarse solo de erotismo, se sentía alegre. El amor lo negaba como si sospechara que se trataba de algo más inmaculado y aún así se entregaba a él sin precaución, quitándole el bautizo como se le quita el nombre a lo muerto, con ánimos de nombrarlo realmente cuando mereciera su esmero, como sí merecía su importancia el amor adolescente que no tenía nada de que preocuparle. Supongo que era de aquellos que se despertaba en vacío después del sexo y terminaba huyendo antes de la mirada esperanzada y en el día a día se desprendía de la idea de que podía estar dejando algo suyo por ahí, porque ya habían llegado esos tiempos en que también ese asunto, consideraba sobrevalorado. Se incluyó en otros tiempos al mundo parisino como un niño que aprende a hablar, entusiasta de haberse liberado curiosamente de algo que le faltaba, hogar. Pero había vuelto a la misma ciudad en la que había nacido, con el culto de incorporar yogures a su dieta, cereales a su desayuno e indiferencia en sus relaciones. Porque como los alemanes, que también sentía superiores sin reconocerlo, pretendía que su cordura fuera el accesorio que lo salvaría de su origen sin saber que detrás de su aparente sobriedad se entrevía un coctel de brutalidad emocional, miedo al abandono y nerviosismo.

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