Un adiós que maquilla un hastaluego.

Nadie nos vio encontrarnos jamás, así como tampoco desencontrarnos. Tal vez hemos venido en otras ocasiones a este mundo, como almas milenarias que no siempre se llevan diez años de diferencia, para quizás repetir sin repetir la historia del amor, la historia que se ha contado a lo largo de la historia, que empieza con la juventud en el rostro y termina en asistir a la despedida de los cuerpos, con la llenura de haber estado acompañado a lo largo del camino, como a veces soñábamos. La historia que divaga como un miedo o una gloria en todas y cada una de las mentes, esa que hace que decidamos que al fin de cuentas es mejor el amor que la soledad o cualquier otra cosa. La historia de ver pasar la vida con alguien y lograr sentir que dos hacen uno solo, que el negro y el blanco hacen el gris, que el ying y el yang hacen el todo, que el hombre y la mujer en su unión, son la misma divinidad, es la despolarización, es la gran religión. Historia de grandes pocos, como nosotros, que no queríamos atravesar la vida como un tren, sino detenernos en el misterio de la unión como una promesa mas allá de un sacramento; que queríamos dejarnos seducir por los enigmas de ser y dejar ser, por la lucha de intentar aceptar al otro sin cambiarlo, de tener que renunciar tantas veces al molesto ego y a las limitaciones individuales, que siempre son tan pobres y poco creativas, para encontrarnos a nosotros mismos en la inmensidad del otro, que no te critica sino que te propone mejorar, que no te vigila sino que se hace tu espejo, que no te incomoda sino que te pone a prueba, que no es que sea un compañero difícil sino que te muestra que tal vez es uno mismo el compañero intolerante. No nos equivocamos cuando nos diferenciábamos, cuando nos apartábamos de nosotros mismos para mirarnos el uno al otro sin dejar espacio en la mitad, considerándonos, observándonos con esa ingenuidad acordada para no hacernos daño, como si no quisiéramos enterarnos, como si hubiéramos aprendido a decirnos mentiras de quiénes somos realmente para no decepcionarnos, porque era lo más parecido a la belleza, seguir siendo el equipo de los opuestos: el aire y la tierra, el carácter y la sutileza, la entrega y la austeridad, el calor y el frío, el instinto y la emoción. Estoy convencida que amar consiste en sacarse la máquina que recuerda, porque eso es lo que destruye cáusticamente el alma y que sacarse la memoria es casi tan difícil como volver a empezar, porque lo que enriquece el amor es haber caminado por lo erótico hasta convertirlo en paisaje, haber llegado al territorio de predecir los caprichos del compañero y volverse parte de ellos, rindiéndose ante la posibilidad de cambiarlos, exaltando la curiosidad de que existan, acordando consigo mismo que no serán molestos nunca más, convirtiéndote en su inconsciente, haciendo verdadero equipo en el aceptar. La propuesta de ese ministerio no consiste en revisarnos excesivamente para moldear al otro a conveniencia, como perfeccionando un ser que cada vez es menos natural, cada vez es más una reproducción de personas que ya existen y menos el animal con el que viene, el instintivo, el puro, solo por pensar que esa es la manera correcta de hacer las cosas, la manera moderna de interpretar la religión, un amor que llegó a inspirarse en la culpa, por estar haciendo algo que al otro no le gusta que se haga, por ser realmente alguien que el otro no tolera del todo, por no aceptar que el proceso de ser uno mismo es un proceso de toda la vida, no de un momento de impulso o una necesidad de darse un paseo por el interior, porque resolver cosas de uno mismo es la única misión de estar vivo, y es algo que nunca termina, porque aprender a amarse es el único camino de espiritualidad correcto, porque aceptar el momento alto y el momento bajo de la unión sin huir, hace parte del compromiso. Hoy creo más en la individualidad en equipo que al equipo como individuo. Eso hace al amor un amor devocional, que se reproduce en la malicia de una mirada que nadie quiere descubrir, cuando se acompañan a meditar y juntos alcanzan alguna sensación de paz, cuando se sienten en una historia heroica, no porque dure sino porque sabe ganar sin que nadie pierda, cuando el amor inspira proyecciones inconscientes, cuando nos atraviesa como un maestro, cuando se pertenece sin poseerse, se da sin perderse. Siempre estarás invisible junto a mí, recordándome que es posible dar tanto sin esperanza de regreso, susurrándome que el mito de la mala convivencia es realmente un mito, diciéndome que la mujer gitana y chamana que conociste en Palomino soy yo, pero también soy yo aquella que se te ocurría modificar todo el tiempo. Yo celebro el tiempo que estuvimos juntos no porque aguantáramos tanto sino porque no tuviéramos que aguantar nada, porque cuando eso sucede la puerta está abierta para una nueva unión. La autenticidad con la que me regalé ante ti me la admiro, ahora sé que el amor no es un compañero, no se trata de la pareja, se trata de los hermanos, de los amigos, de la familia, de ver amor en la cara de un cualquiera, en un paisaje, en el oxígeno que entra en uno todo el tiempo. Gracias porque pensé que el amor se trataba de ti y de envejecer con alguien, ahora sé que era una simple posición de ignorancia. El amor se trata de cómo veo las cosas y como para verlas dependo de mis ojos, el amor entonces se trata de mí. Tal vez volvimos de otras vidas a encontrarnos para volver a perdernos y quizá, porque nunca lo sabemos volver a encontrarnos después, cuando todo sea menos prometedor y más real, menos artificial y fabricado, más aceptando esa sombra que también duerme en nosotros mismos, más auténticos, más perseverantes, más prudentes. Te amo como amo la propiedad natural con la que suceden todas las cosas.

Comentarios

Entradas populares