Ahí, donde todo era cálido, cercano, donde sus brazos envolvían mi cintura, y una luz de algún lugar se metía por la ventana estallándose en la piel. Ahí, se acababan de pronto las preguntas y aquello tampoco era una única respuesta para las incertidumbres del mundo.
Ahí, algo tranquilo y espontáneo se puso en nuestras bocas, estuvimos más cerca quizás, que la última vez. Ahí, se multiplicaban las texturas, todas a favor de los movimientos, de las transformaciones, de todo lo que aportaba a la sensación de estar justo ahí. El cuerpo se va haciendo solo suyo, la mujer de las libertades, de la mañana en calma, la tarde en afanes y la noche en ímpetus, descansa.

Vuelve a sí misma, la eterna leyenda de la mujer libre, aquella que no se aferra a nada lo suficiente pero bien sabe vivir las formas de adhesión que encuentra. Por eso busca mirar a los ojos, por eso se aferra en una sensación compartida, por eso encuentra en la perversidad de las carnes, arte. En lo profundo, letras, en lo físico, cuerpos, en el resultado, libertades, que se comparten, se desencuentran, se repiten.
Solamente una naturaleza salvaje se deleita en el aprendizaje del instante, se halla en el momento presente, en el palpitar de las cosas, en el episodio real. Se descubre a veces en el imaginario, pero vuelve a lo que es para ser justo con lo que de verdad sucede. Ahí, entonces, donde estábamos, a la hora y el tiempo necesario, donde las libertades no se extinguen sino que juegan, donde puedo ser yo y creo que eres tú, y vas más allá de un encuentro superficial de los sexos, y jugamos a los ritmos, y hacen música los gemidos, y termina en un abrazo cansado, en una mirada cercana, ahí, en el momento justo, tan justo como un adjetivo adecuado, supe, que hubiera sido maravilloso que nos descobijara un amanecer.

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