Un hombrecito moreno me preguntó qué le ofrezco. Yo le dije: nada. Me miró triste, se fue. Qué le ofrezco. Es verdad, a él nada, no sé si a otros. Me despierto temprano porqué un reloj previamente calculado me permite ver el poco sol que a esas horas aparece, mi cama está al rincón derecho y por anatomía de mi habitación debo levantarme todos los días con el pie izquierdo, sin suerte alguna. El agua que me baña es siempre fría. La ropa queme viste es siempre la misma, cuando bajo los montones de camisas hay nuevas opciones. La misma. Los mismos zapatos, la misma hora, la misma gente que saludo, el mismo teléfono, las mismas ganas, el mismo día. Me gusta desayunar siempre lo que nunca desayuno, a esa hora del día prefiero un kumis cuando hay yogourt o una arepa cuando hay sánduche. Enciendo el cáncer pronto, tampoco importa. Camino pensando que debería sonreír más, leer las leyes espirituales de Chopra y volver al Yoga. Tengo un collarcito con el que juego, el bus es el mismo. Tomaría un café, acompañada de vos o de un libro, quien sabe, yo sé, de vos, un libro luego. Buscaré en la biblioteca un poco de antropología, me gusta. Sabré de mercados y consumos, de dinámicas de ciudad, de caminar, de viajes, sabré de vos. No sé que hablo, déjame decírtelo, no puedo ofrecer nada, no hay nada para ofrecer, quédate tranquilo, yo lo estoy, estemos así, mirándonos, al fin de cuentas con el negro de este par de ojos curvos, me ves el alma, debería bastarte.

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